Televisión

Telefunken

La televisión nos encantaba. Cada tarde esperaba con mis hermanos pequeños a que comenzase la emisión, sentados en el sofá, a veces incluso sofronizados frente al blanco y negro de la carta de ajuste antes de que empezaran los programas infantiles de la tarde. Si en la imagen aparecían rayas y sonaba un rugido constante, eso es que había problemas, mi padre decía que estaba nevando en la montaña en donde estaba situada la antena y que por eso no se podía ver nada. Si estaba la carta de ajuste y sonaba un pitido, es que aún quedaba un rato largo para los programas, pero si sonaba música eso era que ya enseguida empezarían a emitir, porque sólo había tele por las tardes. Recuerdo a los Chiripitifláuticos y la banda del mirlitón, pero de aquellas edades pocos recuerdos son claros. Más sólido está en mi menoria el comienzo del programa “Un globo, dos Globos, tres globos” y de María Luisa Seco, la presentadora, introduciendo la ansiada programación. Nos encantaban los dibujos animados, especialmente los de Mickey Mouse y del pato Donald, y cuando se acababa el episodio pedíamos en voz alta “que haya más, que haya más, que haya más” y si ponían más aplaudíamos y gritábamos -!!!bien!!! – Mi madre nos observaba y flipaba – les encanta a los críos – decían los mayores, y era verdad, era una ventana al exterior, al aprendizaje del mundo, a las cosas ajenas que pasaban fuera de casa, pero que por esa magia de la emisión ocurrían delante de nuestros ojos, y sobre todo era un desencadenante de distintas emociones, de la risa al llanto, de la alegría al terror, y ello originaba una fuerte curiosidad insaciable desde mi más tierna infancia, desde mis primeros recuerdos.

También daba miedo. Respecto al terror, ya desde ahora, he de remarcar que siempre he sentido una ambigua atracción-repulsión. En cuanto salían imágenes de monstruos, fantasmas, Frankenstein o Drácula me cagaba de miedo y apagaba la televisión, y si alguien me preguntaba por qué la había apagado, yo decía que se estaba calentando el aparato y que había que dejarlo enfriar un rato. Eso era lo que nos decían si pasábamos demasiado tiempo frente a la tele: – Apaga la tele que se calienta – y a menudo nos lo tenían que decir porque era verdad, que pasábamos tanto tiempo con la tele encendida que se calentaba, y en esos aparatos antiguos si se fundía un fusible saltaban chispas y había que llamar al reparador, que se tomaba varios días para cambiarlo. Era todo un drama que se llevasen la Tele.

Con las películas de terror y la sensación de miedo aprendí a usar la frase a mi favor, para acabar con el problema radicalmente, porque una vez se giraba el botón de apagado, los monstruos desaparecían. Pero a la vez reconozco que me atraían esos mismos monstruos que me atemorizaban, algo tenían. En realidad no desaparecían porque se quedaban en la cabeza por algùn lado.

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