Después de “La Pequeña Vera” pude ver la impactante “Quieto, Muere, resucita” en los cines Clarín. Esta película soviética de niños desgraciados, cómo a Jorge le gustaba decir, acaba con un final turbador.
El extraño título hace referencia a un juego y/o canción infantil rusa, pero es una película muy dura sobre la infancia. Dos niños intentan sobrevivir en unas condiciones terribles en una remota población minera de Siberia durante los años 40 del siglo XX, y salvan las circunstancias gracias a sus travesuras y a su instintivo humor. Viven ambos en los alrededores de un campo de internamiento para prisioneros de guerra -japoneses- y disidentes. Ambos realizan un inocente recorrido por el horror, la miseria, la violencia. El aprendizaje del horror y no del heroísmo es el desgarrador balance de una educación sentimental condenada a la oscuridad. Se trata de un filme autobiográfico que porta la ira de su autor, Vitali Kanevski, que pudo dirigir su película a los 55 años después de haber sido condenado 8 años a prisión por una violación no probada. Para escribirla no cabe duda de que se inspiró en “Los 400 golpes“, porque la mirada del muchacho Valerka es muy parecida a la de Antoine Doinel, aparte del blanco y negro, pero la traducción a lo ruso resulta de una crudeza sobrecogedora, un testimonio escalofriante de lo que supuso el estalinismo, tan crítica que sólo en la época de la perestroika se pudo finalizar. Hay tanto paralelismo con la película de Truffaut, que hasta hizo una secuela con un Valerka más mayor titulada “Una vida independiente” (1992)
Al final el director dice ¡Corten! y se ve como se acaba la película, los técnicos, los actores y el cámara, pero una señora loca que ronda, la mujer enajenada, sigue gritando y brincando alrededor desnuda en una escoba; no es una actriz, es real, la locura auténtica. Como queriendo decir: esto que os he contado es de verdad, así estamos en Rusia.
Es bueno comparar. El mundo es así.